Lunes 31 de marzo de 2014 (funeral de Estado por el presidente Suárez)

 

Cuando el dictador firmaba su última atrocidad transcurría el mes de septiembre de 1975.

En esa época vine a Valencia para ingresar en la Universidad; no llegué de vacío, un par de años antes dos hechos me habían obligado a abrir los ojos, las orejas y la boca.

Del primero, conservo el nítido recuerdo de haber sido expulsada de clase por primera y única vez en mi vida académica. Se lo debo a mi profesora de Formación del Espíritu Nacional.

Ella hablaba sobre el régimen político del momento (los años 70) y lo definió como una «Democracia orgánica».

A mí siempre me ha gustado recibir una explicación de lo que no entiendo (y sigo empeñada en eso); levanté la mano y pregunté qué significaba «orgánica»… No hubo explicación, aún recuerdo sus palabras: «¡Sampedro, fuera de clase!»

También recuerdo que lloré. Pedí perdón pero también pedí una segunda explicación sobre el porqué de la expulsión (explicar, explicar… y así sigo)

Fue peor: como «castigo» tuve que ir al despacho de la directora. Aquella otra mujer, catedrática de Latín, estuvo a la altura -eso lo comprendí más tarde- y se limitó a recomendarme que fuera a la biblioteca a buscar lo que quería saber… Efectivamente, la respuesta tampoco estaba en los libros de aquella biblioteca. Me lo dijo tan claro que comprendí que debía encontrar una respuesta por mi cuenta.

En COU (¿alguién se acuerda del COU?) elegí Historia Contemporánea como optativa; la profesora  reunió al grupo y no se arredró: íbamos a estudiar la Historia Contemporánea de España en francés porque los libros que la  analizaban estaban prohibidos en España… Por ejemplo, Raymond Carr a ciclostil  -el ciclostil, ¡qué recuerdos!- llegó a mis manos.

Estudiamos sus investigaciones y las de otros autores sobre la II República y la Guerra Civil Española en francés y el libro de texto oficial nos sirvió para comprobar que esas etapas de la historia de España eran relatos absurdos sobre una realidad escondida.

En el otoño de 1975 la Universitat de València era lo más parecido a una olla a presión. El dictador agonizaba pero eso ne le impidió firmar sus últimas ejecuciones.

Su muerte trascendió públicamente el 20 de noviembre de ese año.

El edificio que albergaba las facultades de Filología, Historia, Psicología y Pedagogía  se encontraba casi permanentemente rodeada de «lecheras» (así llamábamos a los furgones policiales) y de «grises» (la actual Policía Nacional que recibía ese nombre por su uniforme gris)

Los estudiantes de entonces nos manifestábamos en favor de la libertad y de la amnistía de los presos de la dictadura; pedíamos la legalización de los partidos políticos y de los sindicatos… (el derecho a la manifestación pública no existía)

Las asambleas informativas que celebrábamos eran reventadas porque las Facultades estaban minadas de «sociales» (policía secreta de la brigada político-social) que advertía a la policía dónde y cuándo iban a celebrarse (el derecho de reunión no existía)

Compartía piso con tres compañeras del instituto de Gandía. Lluís Llach sonaba a todas horas, conseguíamos libros a ciclostil y leíamos sin descanso. Una de ellas se afilió al PCE a través de la célula que existía en Valencia (el PCE era ilegal)

Una noche, mi amiga regresó a casa muy tarde. Se desplomó en el sofá desvencijado que teníamos; había acudido a una manifestación por la legalización del PCE y los «grises» la habían molido a palos. Las piernas, la cadera, la cara… quisimos llevarla al hospital pero estaba aterrorizada (y nosotras también)

La curamos con más cariño que medios pero siguieron noches de pesadillas en las que se despertaba gritando y llorando pidiendo que no le pegaran más…

Arias Navarro, presidente del Gobierno, hacía juegos malabares para mantener «atada y bien atada» la herencia del dictador. Sin embargo, el 1 de julio de 1976 presentó su dimisión ante el Jefe del Estado presionado por unas circunstancias que ya eran incontrolables.

La figura del presidente Suárez se abrió camino. Falangista, gobernador civil de Segovia y Ministro del Movimiento durante el gobierno de Arias, no era ni por asomo el candidato de quienes éramos demócratas.

Mientras tanto, en mi segundo año de carrera, yo compartía piso con otras estudiantes; en aquella casa conocí de cerca una máquina de ciclostil…  Ignoraba que una de mis compañeras de piso era una activista destacada del Movimiento de Gays y Lesbianas y que de allí salían los panfletos para algunas de las manifestaciones que exigían la libertad en todos los ámbitos la vida…

¡Hasta ese momento, jamás había escuchado esos términos!… ¿Hombres y mujeres homesexuales con capacidad para quererse y respetarse como pareja?…  Aquella chica era estudiosa, responsable, respetuosa con todo el mundo, educada, solidaria; leía con voracidad y al resto de compañeras de piso nos descubrió a S. de  Beauvoir y a Arendt  (en francés y en ciclostil, ¡claro!)

La «secreta» vino a casa, se llevaron la máquina y arrestaron a mi compañera. Al resto nos hicieron preguntas, algunas de ellas totalmente improcedentes y eso me molestó mucho. Pero mucho.

La llamaron «tortillera», «guarra» y «roja»… pero aquellos hombres no la conocían; no podían imaginar sus inteligentes conversaciones, la ternura que desprendía la relación con su novia… No veían nada y no entendían nada.

Regresó unos días más tarde con alguna magulladura; no le dio importancia y reiniciamos nuestras charlas, nuestros debates y nuestras lecturas en común. Hablábamos de Política, de Libertad, de Derechos, de Literatura… y perfeccionábamos nuestro francés a la fuerza (muchos libros seguían prohibidos)

Suárez seguía sin gustarnos; convocó un referéndum por la Reforma Política el 15 de diciembre de 1976 y lo ganó (y ese día aprobé yo el carné de conducir en una Valencia desierta)

Muchos pensábamos que aquella Reforma no era suficiente, que era un engaño, que los partidos de la oposición no estaban legalizados y que mientras no pudieran participar de la vida política  todo era una farsa…

Diez días más tarde, celebramos como siempre el día de Navidad en casa de mis abuelos maternos -a los que yo adoraba-, franquistas hasta los huesos.  Mi padre, hijo del fundador de la CNT en la comarca -aunque siempre se mantuvo en secreto como un dolor impronunciable- veía en Suárez la oportunidad de la democracia en España.

Discutimos.  Consideré el referendum del día 15 una farsa, defendí la legalización del PCE, la urgencia de unas elecciones libres y la derogación inmediata de los Principios Fundamentales del Movimiento… ¡Y se armó la de Troya!

Se abrió un silencio hiriente; los ojos azules de mi abuelo se nublaron de rabia -o quizá de pena-, mi abuela y mi madre me pidieron que callara, mis primos y mis dos hermanos (todos más pequeños que yo) no entendían nada de lo que pasaba; mis tíos y mis tías no levantaron la mirada del plato; mi primo mayor me llamó «roja» y su madre le mandó callar… Yo solo quería explicar mi opinión y conocer la de los demás, pero la España de aquella Navidad del 76 aún no podía soportarlo. Mi padre estalló y me tiró de la mesa.

Abandoné la casa de mis abuelos sin entender por qué no era posible hablar, opinar y dialogar aun desde posturas diferentes.

Uno de mis tíos (el hermano menor de mi madre) salió tras de mí: me pidió paciencia. Compartía mis dudas y mi postura; hablamos un rato largo en el café «Rosales» que ya no existe.

Me convenció: regresé a casa de mis abuelos. Las mujeres estaban en la cocina terminando «sus tareas» (eso no ha cambiado demasiado) y mi abuelo, sus hijos y mi padre tomaban café y fumaban en el comedor.  A ellas las rescaté de la cocina y pedí disculpas a todos. Expliqué que hablar y escuchar no podía ser una ofensa para nadie. Mi abuelo seguía callado -y me dolía- y mi padre no pronunció ni una palabra, pero el resto me agradeció el gesto… No recuerdo de qué charlamos, pero el ambiente se suavizó.

Cuando nos despedíamos, mi abuelo me llamó a su salita, me abrazó llorando y me dijo: «la Guerra no acabarà mentres els què la hem patit estiguem vius»

De camino a casa, me acerqué a mi padre; me resultaba difícil aceptar su silencio pero nos parecíamos demasiado y ambos sabíamos lo que esperábamos el uno del otro.  Cuando me sintió a su lado me dijo: » Lees demasiado, Mª Amparo y vas muy deprisa. La Guerra no la has conocido» (así me llamaba siempre, Mª Amparo)… Y le dí un beso.

El gobierno de Suárez legalizó el PCE cuatro meses después  (el sábado Santo de 1977)  y el 15 de junio convocó las primeras elecciones libres que convirtieron la legislatura en Constituyente tras la aprobación de la Constitución de 1978.

A pesar de eso, Suárez seguía sin convencernos a una gran mayoría: a los que en nuestra adolescencia y juventud arrolladoras exigíamos lo evidente y a los que en su madurez habían vivido las injusticias más indecentes…

Ha sido el paso de los años, el análisis del pasado reciente y la comprensión de la historia de los últimos 36 años lo que nos ha revelado la decisiva acción política del presidente Suárez en beneficio de la Democracia de este país.

Yo soy una de esas personas anónimas que con el tiempo y la experiencia ha comprobado que el presidente Suárez hizo todo lo que estuvo en su mano para cambiar el sistema político de este país y lo consiguió.

Soy una de esas personas anónimas que reconoce el valor de su dedicación al servicio público y que sabe el coste personal y político de su ambición legítima en beneficio de este país.

Yo soy una de esas personas que vivió el inaudito anuncio mediático de su muerte entre el 21 y el 23 de marzo; que asistió avergonzada a las declaraciones patéticas -en esa crónica de una muerte anunciada- de quienes le abandonaron y le recriminaron la audacia (¡y la progresía!) de la primera Ley de Divorcio, de la legalización de los partidos de izquierda, del derecho de todos al sufragio universal, de una Constitución basada en la igualdad…

Mi abuelo tenía razón y mi padre también: a mis 17 años la Guerra Civil me era ajena, había leído mucho y quería avanzar a toda costa;  pero mi adolescencia -tan insoportable como la de cualquiera- no me permitía sospechar lo que ahora sé; por eso, a mis 55 no me importa lo más mínimo suscribir el fantástico artículo de Almudena Grandes en El País del pasado 24 de marzo.

(Adolfo Suárez, descanse en Paz)

 

 

 

 

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