Madrugada del 2 de noviembre de 2016 (Día de los difuntos)
La noche de Ánimas, mi abuela Amparo solía contarme las historias de sus muertos. Lo hacía con tanta naturalidad que una de aquellas noches creo que vi a mi bisabuelo, su padre muerto más de cuarenta años antes.
Para mí, entonces, la muerte solo era un contratiempo. A escondidas de mi madre, de pequeña acompañaba a mi abuela al cementerio de Gandia para hurgar juntas en la memoria de sus muertos. Recuerdo que yo cruzaba con sumo cuidado de una tumba a otra buscando las fechas que ella tenía anotadas y los nombres completos de su memoria, entre cruces desvencijadas y túmulos minúsculos.
Ella, que era toda una señora de las de aquella época, no se permitía un requiebro en su conducta y mucho menos ante la mirada -casi siempre felina- de la sociedad a la que pertenecía; por eso, nuestras visitas se interrumpían durante los días en los que las familias acudían al cementerio para limpiar las lápidas y llenarlas de flores. Yo no lo entendía y paseaba de las manos de mis padres cada 1 de noviembre, con el abriguito que inauguraba el invierno, acumulando besos y pellizcos en las mejillas, por un cementerio muy diferente al que yo descubría con mi abuela el resto del año.
Por entonces, para mis padres la visita al cementerio era una obligación social que cumplían a regañadientes. Tampoco lo entendía, porque para mí aquel lugar -de la mano de mi abuela- contenía todo tipo de aventuras: las historias de personas valientes, matrimonios felices, matrimonios de conveniencia, adulterios perseguidos, enfermedades sin nombre, pérdidas irreemplazables, historias de amor inquebrantable, accidentes fortuitos, vidas centenarias, suicidios silenciados y algún que otro asesinato. Visitar a menudo lo prohibido: lo que entonces se conocía como el cementerio civil o protestante, abandonado a la suerte de sus tumbas secas, olvidadas y malditas, a causa de sus muertes innombrables y temibles.
Nada de todo eso formaba parte aún de la que por aquellos años era mi acolchada realidad, pero de alguna manera pude intuir que tarde o temprano la muerte y las vidas que arrebata también iban a ser mías.
A lo largo de los años, durante aquellas visitas con mi abuela, comprendí que paseamos entre nuestros muertos para insistir en la certeza de que seguimos vivos.
(Cementerio de Gandia, foto: Levante-emv)
Con el tiempo, mis padres dejaron de visitar el cementerio. Mi padre, porque nunca estuvo en sus planes morirse y le entristecía sobremanera aceptar lo inevitable. Mi madre, porque se rebeló contra una obligación social que detestaba y entendía que la muerte no era más que el viaje a ninguna parte en el que todo acaba. Ella sí que regresó, conmigo en alguna ocasión para enseñarle lo que mi abuela me había revelado de aquel remanso de paz y años más tarde, tras la muerte de mi padre, con mucha frecuencia en compañía de mis hermanas pequeñas.
Yo seguí visitando el cementerio asiduamente. Con mi abuela mientras vivió y sola después.
Aquellos paseos me permitían reconciliarme con la vida. Con mi vida de adolescente enfrentada con el mundo; con la muerte de Salva que, a mis 15 años, conquistó mi llegada al existencialismo y, que, naturalmente, abandoné años más tarde. Con mi vida de universitaria en permanente ebullición; con mis miedos reales y mis poquísimas certezas. Con mi vida adulta y mis contradicciones. Conmigo y con mis muertos.
Sigo haciéndolo. Nunca en la época en la que los cementerios se llenan de flores y de lamentos en público porque, como decía mi abuela, al Camposanto se va para hablar con los muertos y no para saludar a los vivos.
(Cementerio de Rocafort, foto: Ramón Aupí)
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