Jueves 22 de abril de 2021
Se comprende que la candidata Díaz Ayuso se niegue a acudir a más de un debate con el resto de sus adversarios.
Se comprende que solo haya aceptado asistir a uno y lo más alejado posible de la fecha de las elecciones: nada menos que doce días antes. En una campaña electoral de catorce días, que transcurran doce entre su único debate público y la jornada electoral, es la única manera de borrar de la memoria de su electorado más culto y formado el ridículo estrepitoso de su discurso, de su contenido y de su pose.

Dijo Tarradellas que en política se puede hacer todo menos el ridículo.
El ridículo en política, lejos de concitar la comprensión y la disculpa de los propios, los avergüenza. El sentimiento de vergüenza ajena despoja de cualquier escudo a quien lo provoca: anoche, ni los medios afines ni las tertulias que la ensalzan ni la propaganda que disfraza su inanidad pudieron velar armas junto a la candidata Ayuso para protegerla. Estaba sola y era ella; desveló lo peor de sí misma y, por lo tanto, lo peor de quienes la aplauden: en eso consiste la vergüenza ajena y por eso resulta insoportable.
Si lo pensamos, alivia reconocerlo.
De todos los sentimientos que somos capaces de desplegar, probablemente el de la vergüenza ajena es el que mejor nos protege de los errores inexplicables que podríamos llegar a cometer. Porque vernos reflejados en las fechorías que perpetran otras personas, incurrir en sus mismos desatinos, participar de su inconsistencia y aplaudir todo eso es mucho más de lo que podemos aguantar.
La vergüenza ajena nos hace sufrir… porque nos pone de los nervios pensar que de un modo u otro, en algún momento, podemos llegar a parecernos a quien nos provoca vergüenza.
Reivindico el sentimiento de vergüenza ajena: el que esa parte del electorado conservador madrileño, formado y culto, sintió anoche tras la humillación a la que fue sometido por la candidata Ayuso.
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