Jueves 29 de diciembre de 2016.
Días espléndidos con los que se despide 2016.
En mi caso -para qué negarlo- un año especialmente duro. Correoso, difícil, tortuoso. Demasiadas veces sobrecargado de asombrosas actitudes, de gestos innecesarios y de tristes certezas.
Inolvidable 2016, en definitiva.
Ahora, en la quietud de mi casa, esparzo sobre una mesa limpia el contenido de mi mochila: ahí están el trabajo incansable, las noches en vela, el sonido del móvil de madrugada, los debates útiles y los que sabía estériles de antemano; los problemas reales y los impuestos, las dudas razonables y las que no lo eran; los obstáculos ciertos y los inoculados. Las discrepancias disueltas con acuerdos mezquinos. Los días alegres y la radiante oportunidad de vivirlos. Los éxitos de todos, los problemas resueltos y tantas pruebas superadas. El cariño de mucha gente y sus miradas cómplices. Las despedidas y los abrazos llorosos. La suerte de haberos conocido, de que me queráis y la certidumbre de quereros. El regreso pausado a mi vida, con mi familia y conmigo a solas.
El tiempo ganado a todos esos días y a sus noches. De nuevo los libros sobre mi mesilla, la sala de un cine para mí sola, una playa siempre cerca, mi familia a un paso sin renunciar nunca más a sus llamadas, y los amigos. Devuelta a casa o de vuelta a casa, que es lo mismo porque así lo he decidido.
Ya véis, de 2016 me llevo una mochila bien cargada. Otra más que añadir a mi vida.
En cualquier caso, enormemente agradecida por lo vivido y lo aprendido.