(A Carmen y a Manuela)
El 8 de marzo de mediados de los 70, no era 8 de Marzo.
Era marzo, sí, y también olía a Fallas. Pero no era 8 de Marzo.
Uno de esos años -debió ser en el 78-, ese día tenía examen oral de literatura hispanoamericana y la obra del escritor argentino Manuel Puig caía seguro porque el profesor de la asignatura le profesaba una admiración desmedida.
El 8 de marzo yo acabaría escribiéndolo con mayúscula. Y no porque aquel día me hubiera quitado de encima un montón de materia con una buena nota, sino porque al poco de llegar al piso que compartía con otras dos estudiantes nos visitó «la secreta».
Hace 40 años, si eras universitario, obrero, cura sin hábito, trabajador de la Ford o si tenías una ciclostil en casa, lo peor que te podía pasar era que se plantara en tu puerta «la secreta».
Nosotras cumplíamos con dos de esos requisitos: éramos universitarias y en casa había una ciclostil de la que habían salido parte de los panfletos reivindicativos que ese día podían verse en la avenida del Paseo al Mar (hoy Blasco Ibáñez), que es donde estaban todas las Facultades. 8 de Marzo.
Una de mis compañeras de piso nos había confesado un tiempo antes que era la presidenta de una asociación que luchaba a favor de los derechos de la Mujer y de la liberación sexual de los hombres y de las mujeres, que ella misma era lesbiana, que en su habitación escondía una ciclostil que echaba humo de tanto que la gastaba, que estaba preparando unos panfletos para el 8 de Marzo y que tenía una novia que estudiaba Medicina.
Mi otra compañera y yo nos quedamos «muertas en la bañera»; o sea, que todo así, de golpe, no pudimos digerirlo inmediatamente.
Así que, nuestra compañera tomó aire y nos explicó que las chicas que, como ella, amaban a otras chicas no eran marimachos sino lesbianas; que la liberación sexual era un derecho porque la homosexualidad era una opción íntima que en otros países de Europa (¡0h, Europa!) ni se demonizaba ni era delito. Que en España, la invisibilidad de las lesbianas era obligada, si no querías que te partieran la cara o que te marcaran de por vida como una apestada.
Nos informó de que los chicos que se enamoraban de otros chicos no era maricones sino gays, que era una palabra que había empezado a usar la comunidad homosexual en San Francisco para referirse a sí misma. Que también lo tenían muy complicado para manifestar su opción sexual, pero que las mujeres lo teníamos mucho peor porque la tradición machista de nuestra cultura nos había impuesto un papel determinante al frente de la casa y de los hijos y con un marido que era el que nos protegía, nos traía el dinero a casa y nos quería (a veces)
Nos ilustró sobre el 8 de Marzo y nos habló de las sufraguistas norteamericanas de finales del XIX, de la lucha de las trabajadoras textiles de Nueva York a principios del XX, del permiso a las mujeres para acceder a la Universidad ese mismo día de 1910 en España, del movimiento feminista, del derecho al divorcio, del derecho al aborto y del derecho a decidir por nosotras mismas.
Por entonces, yo ya había participado en manifestaciones a favor de la legalización del Partido Comunista y de la amnistía de los presos políticos; ya me había solidarizado con los trabajadores de la Ford que, a mediados de los 70, interrumpían la producción para echarse a la calle; y con los PNN’s. Ya había asistido a asambleas de estudiantes y de trabajadores, que estaban prohibidas; ya había expresado públicamente mis recelos acerca del proyecto de ley para la Reforma Política que se sometió a referéndum en diciembre de 1977; ya sabía cómo se las gastaban los Guerrilleros de Cristo Rey, ya conocía a «el cojo» y sus andanzas con los grises, que entraban a caballo en la Facultad para callarnos de puro miedo.
Sabía que si acudía a un cine-fórum privado a ver una de Pasolini, de Lang o de algún otro director que consideraban «peligroso comunista», me encontraría con un par de «la secreta», que venían a clase para despistar, y que acudían a aquellas sesiones para tomar nota de quienes estábamos.
En fin, que hace casi 40 años, eso me lo sabía pero ignoraba todo lo que mi compañera de piso nos había revelado. Ignoraba que ser una mujer libre no era posible. Ignoraba que mis derechos tenía que ganármelos en la calle como hacían los obreros para exigir los suyos o los partidos políticos para reclamar su legalización.
Es decir, que la batalla de las mujeres se multiplicaba tantas veces como razones hubiera para empujarnos a la calle. Como personas, por las libertades públicas; como estudiantes, por una Universidad libre; como trabajadoras, por los derechos laborales y como mujeres, por la igualdad de derechos y de oportunidades en las políticas públicas, en la Universidad, en el mundo laboral, en el ámbito político, en el sindical, en el sanitario, en la Enseñanza, en las relaciones privadas, en el matrimonio y fuera de él, en las relaciones sociales y en las económicas, en el ámbito mercantil y en el estrictamente civil.
No había ni un solo espacio de la actividad pública y de la privada en el que la batalla que habíamos de librar no fuera doble que los hombres.
En definitiva, ignoraba que fuera imprescindible luchar a diario para que los derechos de los hombres no se construyeran contra los de las mujeres y que los nuestros se reconocieran.
El tipo de la secreta no iba solo; preguntó por nuestra compañera y nos miraron a las tres con un desprecio que dolía.
Ella les dijo dónde escondía la máquina y les garantizó que nosotras no sabíamos nada de nada. Tenía razón, aún lo ignorábamos casi todo de nosotras mismas, las mujeres.
Se ocuparon de que la ciclostil nunca volviera a funcionar: la destrozaron. Carmen, que así se llamaba, se fue con ellos y nos tranquilizó para que no nos preocupáramos por ella.
Regresó un par de días más tarde, embaló sus cosas y nos dijo que volvía a su pueblo durante una temporada. Estaba triste, abatida. No le preguntamos qué le había pasado durante los días que estuvo detenida porque seguíamos aterrorizadas. Ella tampoco dijo nada, solo lloraba.
Regresar a su pueblo significaba tener que esconder a la mujer que ella era, abandonar a su novia, dejar de lado los estudios y claudicar.
Nunca volvimos a saber de ella. Tenía una sonrisa franca y una fuerza expresiva descomunal; era valiente, inteligente y una estudiante brillante.
Si alguna vez ella lee esto y se reconoce, quiero que sepa que empecé a escribir el 8 de Marzo con mayúscula aquel día de aquel año y que, desde entonces, he sostenido a diario la batalla por la igualdad. Una batalla que siempre ha ido unida a cualquiera de las otras que, como persona, he tenido que librar.