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Blog de Amparo Sampedro Alemany

ESCRIBIR PARA PENSAR

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muerte

Noviembre

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Miércoles, 30 de noviembre de 2016

Noviembre tiene una consistencia diferente, correosa, lenta, insegura. Como febrero.  

Noviembre no es un puerto al que llegar porque no es un mes definitivo, es, si acaso, un mes definitorio de la muerte.

En mi biografía, noviembre es el mes que esculpió la muerte de mi madre. En silencio y lentamente. Por la espalda, a traición. 

El de 2015, avanzó arrastrándose. Apenas escribí aquí, en mi blog. Noviembre fue un latir extraño, quejoso pero tibio. Así puedo describir la muerte porque la he escuchado llegar: una aproximación tibia y ofensiva. Para mí, que estoy viva.

Cuando diciembre apenas había cumplido un par de días, descubrí que noviembre había estado modelando con sigilo el terrible anuncio de la muerte de mi madre.

 

Aprender con la muerte

Madrugada del 2 de noviembre de 2016 (Día de los difuntos)

 

La noche de Ánimas, mi abuela Amparo solía contarme las historias de sus muertos. Lo hacía con tanta naturalidad que una de aquellas noches creo que vi a mi bisabuelo, su padre muerto más de cuarenta años antes.

Para mí, entonces, la muerte solo era un contratiempo. A escondidas de mi madre, de pequeña acompañaba a mi abuela al cementerio de Gandia para hurgar juntas en la memoria de sus muertos. Recuerdo que yo cruzaba con sumo cuidado de una tumba a otra buscando las fechas que ella tenía anotadas y los nombres completos de su memoria, entre cruces desvencijadas y túmulos minúsculos.

Ella, que era toda una señora de las de aquella época, no se permitía un requiebro en su conducta y mucho menos ante la mirada -casi siempre felina- de la sociedad a la que pertenecía; por eso, nuestras visitas se interrumpían durante los días en los que las familias acudían al cementerio para limpiar las lápidas y llenarlas de flores. Yo no lo entendía y paseaba de las manos de mis padres cada 1 de noviembre, con el abriguito que inauguraba el invierno, acumulando besos y pellizcos en las mejillas, por un cementerio muy diferente al que yo descubría con mi abuela el resto del año.

Por entonces, para mis padres la visita al cementerio era una obligación social que cumplían a regañadientes. Tampoco lo entendía, porque para mí aquel lugar -de la mano de mi abuela- contenía todo tipo de aventuras: las historias de personas valientes, matrimonios felices, matrimonios de conveniencia, adulterios perseguidos, enfermedades sin nombre, pérdidas irreemplazables, historias de amor inquebrantable, accidentes fortuitos, vidas centenarias, suicidios silenciados y algún que otro asesinato. Visitar a menudo lo prohibido: lo que entonces se conocía como el cementerio civil o protestante, abandonado a la suerte de sus tumbas secas, olvidadas y malditas, a causa de sus muertes innombrables y temibles.

Nada de todo eso formaba parte aún de la que por aquellos años era mi acolchada realidad, pero de alguna manera pude intuir que tarde o temprano la muerte y las vidas que arrebata también iban a ser mías.

A lo largo de los años, durante aquellas visitas con mi abuela, comprendí que paseamos entre nuestros muertos para insistir en la certeza de que seguimos vivos.

 

 

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(Cementerio de Gandia, foto: Levante-emv)

 

Con el tiempo, mis padres dejaron de visitar el cementerio. Mi padre, porque nunca estuvo en sus planes morirse y le entristecía sobremanera aceptar lo inevitable. Mi madre, porque se rebeló contra una obligación social que detestaba y entendía que la muerte no era más que el viaje a ninguna parte en el que todo acaba. Ella sí que regresó, conmigo en alguna ocasión para enseñarle lo que mi abuela me había revelado de aquel remanso de paz y años más tarde, tras la muerte de mi padre, con mucha frecuencia en compañía de mis hermanas pequeñas.

Yo seguí visitando el cementerio asiduamente. Con mi abuela mientras vivió y sola después.

Aquellos paseos me permitían reconciliarme con la vida. Con mi vida de adolescente enfrentada con el mundo; con la muerte de Salva que, a mis 15 años, conquistó mi llegada al existencialismo y, que, naturalmente, abandoné años más tarde. Con mi vida de universitaria en permanente ebullición; con mis miedos reales y mis poquísimas certezas. Con mi vida adulta y mis contradicciones. Conmigo y con mis muertos.

Sigo haciéndolo. Nunca en la época en la que los cementerios se llenan de flores y de lamentos en público porque, como decía mi abuela, al Camposanto se va para hablar con los muertos y no para saludar a los vivos.

 

Cementerio Ramon Aupi Chimo Chamorro N 33 NOVIEMBRE

(Cementerio de Rocafort, foto: Ramón Aupí)

 

 

 

Aquel 23 de septiembre, cada año.

23 de septiembre de 2016

Aquel 23 de septiembre de 1973 sigue ahí. Fijado al espanto.

Aquel día aprendí a construir esa palabra: es-pan-to. A reconocerla y a temerla.

Cuarenta y tres años más tarde, el espanto ha ampliado sus límites y el borde que lo recorre aún no es definitivo. Es lo que ocurre con las palabras a lo largo de nuestra vida. Las llenamos con nuestra experiencia, las agitamos con nuestros deseos y acabamos revolviéndolas unas con otras. 

Sin saberlo, perdemos palabras por el camino; a fuerza de estrujarlas, de moldearlas a nuestro capricho, se contraen; reducen su resistencia y pierden una parte significativa de su valor.

A mí también me ocurre, pero la palabra espanto -quizá porque se fijó a mi pensamiento a causa de la muerte, cuando apenas tenía 15 años-  siempre ha mantenido su significado terrible y único.

Aprendí qué es el espanto la tarde del 23 de septiembre de 1973.  Imposible olvidar esa fecha, tampoco quiero hacerlo.

Hace algunos años, relaté aquí aquellas horas. Hoy, releyendo lo que escribí entonces, compruebo que sí, que hay palabras que no deben ser revisadas para desdibujar sus límites a nuestro antojo.

Espanto es una de ellas.

 

Relato:

https://amparosampedro.wordpress.com/2007/09/26/efemeride/

 

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(foto: taringa.es)

Rompiendo amarres

Navidad de 2015

 

Hay una Navidad que no está escrita porque nos duele pensarla.

Sin embargo, tarde o temprano nos alcanza y nos cubre con este tiempo vacío y laxo que transcurre entre un día y otro. No lloramos o sí lo hacemos a medida que vamos comprendiendo de qué se trata todo esto. Deambulamos o somos capaces de permanecer quietos, absortos fijando la mirada mientras aupamos hacia ella la tristeza enorme que nos supura.

«El ciclo vital tiene un límite» -asestó el médico para advertirnos. «Es ley de vida» -escucho repetidamente desde hace unos días.

De acuerdo: tocada y hundida. Es cierto. El ciclo vital se consume y los hijos sucedemos a nuestros padres. La absoluta orfandad es la consecuencia de lo uno y de lo otro. Es un estado que el ánimo no puede manejar porque es la evidencia incontestable, abrupta, quien lo determina. Un estado, una circunstancia permanente, que también me define a partir de ahora.

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Pero nada de eso sirve para aliviar una soledad inmensa, helada como su frente, no consentida, no decidida, ni siquiera pactada entre la Razón y yo misma.

No sirve la naturalidad de lo que sucede, cuando lo que sucede rompe los amarres; cuando desaparece el puerto. Puerto de embarque, trasiego de viajes, voluntad de aventuras. Zarpar y saber que regresarás a puerto, al  remanso de ternura, al abrigo de la desventura; a la alegría de la infancia, a la desconsolada adolescencia y a quien supo cómo mitigarla, a las miradas que hablan, a la portentosa sabiduría; asida al cordón que te anuda al espacio tibio y único en el que todo encuentra alivio…

Nada es igual, cuando llega la Navidad que no puede escribirse porque el dolor de pensarla lo impide.

 

 

 

Esta es mi Navidad de 2015. No os la deseo a nadie.

 

 

 

 

 

 

 

 

Sin título

Viernes 17 de agosto de 2012

Hay un hueco en blanco en mi blog. Se abrió el 19 de julio, pero había comenzado mucho antes: el 26 de junio.

Ese día, a las puertas de una comisión extraordinaria de Hacienda en el ayuntamiento, supe el diagnóstico fatal de mi padre: metástasis.

Salí a tomar aire para no marearme. Agarrada a la pared dejé que el dolor abriera su hueco para que no me asfixiara. Íbamos a convivir a partir de ese momento. Me recompuse a duras penas y entré en aquella reunión de trabajo de la que ya solo recuerdo el eco de las estupideces repetidas en tantas y tantas otras.

Un par de días después abracé a mi padre. Se mantuvo firme: la muerte nunca había figurado en su agenda.

El 4 de julio mi padre recibió su primera sesión de quimioterapia; acudió disciplinadamente como quien pasea ignorando la muerte. Durante la tarde le llamé, ni sombra de su desdicha. El olvido permitido a quienes se enfrentan a la fatalidad, pienso ahora.

Volvimos a vernos durante el fin de semana, pero para entonces él ya había tomado una decisión. El domingo 8 de julio entramos juntos en el hospital de Gandia.  Un silencio hiriente a partir de ese momento.

Una infección empeoró su estado el 11 de julio, pero los antibióticos ganaron la partida. Entretanto, su lucha contra los goteros y los vivos que le atendíamos indicaba que su decisión era irrevocable pero no quisimos aceptarlo.

Inexplicablemente, mantenía los ojos abiertos durante las noches y se ejercitaba en un ritual incomprensible que consistía en señalar puntos inexistentes en nuestra realidad.

No comía, no bebía y aún así pretendía mitigar nuestra impaciencia con gestos tranquilizadores.

Julio ardía en madrugadas interminables que enlazaban con jornadas agotadoras. Mis noches de hospital se hunden en los gemidos de un pasillo y el silencio de mi padre.

Los médicos no encontraban razones para explicar su actitud; sus constantes vitales eran buenas y su enfermedad no precipitaría el final.

Se equivocaron. Una noche balbuceó para explicar su personal batalla contra la vida: «Què difícil és morir-se…!«, y una de mis hermanas, presente en ese momento, quiso morirse de pena.

Mi padre murió el 8 de agosto y no hay título que resuma lo que siento.

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