27 de octubre de 2009, martes

De las cosas que ocurren habitualmente en el ayuntamiento, hay algunas que merecen ser reveladas no porque sean grandes decisiones,  sino porque son fruto del mismo comportamiento anómalo que, además, entorpece y enturbia las relaciones diarias de quienes trabajan allí.

La última sucedió el pasado sábado.

Los concejales socialistas solicitamos por escrito al alcalde hace más de dos meses, las copias de las relaciones de gastos de algunas partidas del presupuesto de 2008. El alcalde dictó un decreto por el que autorizaba nuestra solicitud e informaba de que estaría disponible quince días, y un mes más tarde, respectivamente.

Pasaron los días y los meses, y finalmente, tras diversos intentos por parte de la concejala Pilar Núñez, el pasado sábado los expedientes estaban a su disposición.

Los Fliquete-Decretos que firma el alcalde autorizándonos el acceso y las copias de determinados documentos están redactados de tal modo (quien los pensó en su momento invirtió un tiempo precioso, y bastante dinero público) que tras su lectura es posible creer que impiden justamente lo que dicen autorizar.

Cuando Pilar empezó a fotocopiar los documentos, se puso en marcha el engranaje.

A saber:  la empleada municipal de guardia alertó al alcalde, y éste ordenó a  dos agentes de la Policía Local que se personaran en el Ayuntamiento para desconectar la fotocopiadora (¡así, como suena!) 

Cuando Pilar les enseñó el decreto en el que quedaba claro que lo que estaba haciendo se ajustaba exactamente a su contenido, ambos repitieron al unísono que ellos se limitaban a cumplir las órdenes del alcalde. Órdenes verbales, por cierto.

(Me sigue sorprendiendo que dentro de la función pública siga existiendo la creencia de que lo que en otro tiempo se conocía como «obediencia debida» -y que justificaba que el ejercicio de «pensar»  correspondía únicamente a los «mandos»- es, todavía a estas alturas, razón suficiente para eludir cualquier responsabilidad.)

A la vista del decreto que Pilar esgrimía y de la incómoda situación que las «órdenes verbales» del alcalde estaban provocando, los trabajadores municipales intentaron contactar con Bosch por todos los medios. No hubo respuesta. Ni descolgó el teléfono.

En general, entiendo que el comportamiento cobarde del alcalde Bosch, en éste y en otros asuntos, no hace sino menoscabar la seguridad y la libertad con la que deberían conducirse los empleados municipales en el ejercicio de sus funciones.

Y añado que los pusilánimes como él, con responsabilidades de gobierno y de acción, practican con frecuencia métodos de auto-afirmación que ponen en un brete innecesario e injusto a los trabajadores.

Es cierto que el poder que uno atesora es exactamente el que el resto de los mortales le conceden, pero no es menos cierto que el poder -para mantenerse y prestigiarse- necesita manifestarse con inteligencia, con rigor y con generosidad.  Y desde luego, no es el caso.

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